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Amar sin parcialidad

Amar sin parcialidad

María Fontaine

La discriminación en contra de las minorías raciales, religiosas y de otra índole es cosa de todos los días. Los gobiernos las reprimen y persiguen, y los prejuiciados hacen chistes groseros sobre ellas y les manifiestan hostilidad. ¡Qué contraste con el modo de ser de Dios y la forma en que espera que nos conduzcamos! La Biblia dice que «Dios no hace acepción de personas», lo cual significa que no es parcial con nadie (Hechos 10:34).

En prácticamente todos los países la distinción está muy clara entre los ricos y los pobres, entre los cultos y los incultos, entre la raza predominante y las minorías, entre la religión predominante y las pequeñas confesiones que son objeto de discriminación. La corriente principal y mayoritaria denigra y desprecia invariablemente a las minorías.

Hoy en día en el mundo la discriminación y la hostilidad racial y religiosa están muy extendidas. La Biblia dice que en los Postreros Días «el amor de muchos se enfriará» (Mateo 24:12), lo cual se hace patente en la sociedad actual, en la que el odio va ganando cada vez más terreno. La prensa abunda en titulares que dan testimonio de la intolerancia y crueldad del mundo y de los crímenes que se cometen por odio a quienes son diferentes o sostienen opiniones no mayoritarias.

No debemos dejarnos influir por el modo en que la sociedad aborda las diferencias entre seres humanos. Dios nos ha dado una solución mejor: amar al prójimo.

En nuestro trato con los demás, debemos poner mucha atención para no «juzgar según las apariencias, sino juzgar con justo juicio» (Juan 7:24). Es poco prudente hacer un juicio irreflexivo sobre una situación, una persona o un grupo social basándose en cosas desatentas que se ha oído de ellos. Toda moneda tiene dos caras. Si ante la primera palabra peyorativa sobre una situación o unas personas rechazamos la posibilidad de que haya algo de bueno en ellas, estamos cayendo en el gran error de responder palabra o emitir una opinión antes de oír todos los pormenores de un asunto, lo cual es «tonto y vergonzoso» (Proverbios 18:13, TLA). No podemos amar a alguien —mucho menos tener compasión de él— si primero no procuramos entenderlo. Y eso no es posible si no nos ponemos en su lugar ni procuramos ver las cosas desde su perspectiva.

«Amar al pecador y aborrecer el pecado». Esa es la distinción que siempre debemos hacer. No debemos permitir que el pecado nos impida amar al trasgresor. No debemos tener la mentalidad de que el pecado lo abarca todo, pues «el amor cubre multitud de pecados» (1 Pedro 4:8). En efecto, la Biblia dice: «No hay justo, ni aun uno» (Romanos 3:10), pero es preciso que miremos más allá de los pecados que todos tenemos para apreciar lo bueno que hay en todos. Nadie es totalmente malo, nada es completamente negativo. Es más, al examinar a una persona o una situación debemos buscar lo bueno y las posibilidades ocultas. No influye para nada que sea negro o blanco, judío o gentil, budista, hindú o lo que sea. Lo que desagrada al Señor son los pecados de esas personas, no su raza, el color de su piel o su condición social.

Si para que amemos a alguien, primero tiene que librarse de sus pecados, ¿a quién vamos a poder amar? Si nos ponemos a juzgar a las personas según sus pecados, ¿quién va a poder satisfacer nuestras expectativas? Si el Señor llevara un registro de nuestros pecados, ¿quién, podría mantenerse? (Salmo 130:3). Sin el amor de Dios, estamos todos perdidos; es lo único capaz de salvarnos. Aunque Dios nos exhorta a aborrecer el pecado, manifiesta gran amor por cada pecador, tal como hizo con cada uno de nosotros.

Dios dispuso que cada ser humano fuera diferente, pero todos somos objeto de su amor. Él manifiesta Su gran amor y Su gracia a todas Sus criaturas por igual. No creó a algunas a las que ama menos y a otras a las que ama más. No ama a las personas de cierto color de tez más que a las de otro. Debe de dolerle mucho que alberguemos prejuicios de ese tipo y que despreciemos y denigremos a los demás.

Debemos amar a todas las personas por igual. Jesús entregó Su vida por toda la humanidad. ¿Cómo es posible que ame a uno más que a otro cuando lo cierto es que a todos manifestó el máximo amor posible al morir por cada uno de ellos?

En Su calidad de Padre celestial y universal, Dios ama por igual a todo el mundo. Cuando tenemos hijos, amamos a cada uno al máximo desde el momento en que nace. A todos les damos lo mismo y hacemos todo lo que podemos por cada uno de ellos de acuerdo con sus necesidades particulares. Damos la vida por cada uno de ellos una y otra vez. Aunque sean diferentes, amamos a cada uno con todo el amor que capaces de dar.

Así nos ama Dios. ¿Somos capaces de amar de la misma manera?

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