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Declaración de amor

Declaración de amor

David Brandt Berg

Nosotros, como cristianos, creemos en el amor. Amor a Dios y al prójimo, porque «Dios es amor». (1 Juan 4:8) En eso consiste nuestra religión: en amar.

El amor lo es todo, pues sin amor no habría nada: ni amigos, ni familias, ni padres, ni madres, ni hijos, ni sexualidad, ni salud, ni felicidad, ni Dios, ni Cielo. Nada de ello existiría sin amor. Y nada de ello sería posible sin Dios, porque Dios es amor.

La solución a todos los problemas que han aquejado a la humanidad a lo largo de la Historia ha sido siempre el amor —amor verdadero, amor a Dios y al prójimo—. Sigue siendo la solución que ofrece Dios aun en una sociedad tan confusa y compleja como la actual.

Es precisamente el rechazo del amor de Dios y de Sus amorosas leyes lo que lleva a los hombres a ser egoístas, desamorados, desconsiderados y hasta perversos y crueles. He ahí el origen de su inhumanidad para con sus semejantes, la cual salta a la vista en este atribulado mundo actual sometido al yugo de la opresión, la tiranía y la explotación. Tanta gente es víctima del hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pobreza, el desamparo, el exceso de trabajo, odiosas vejaciones, los tormentos de la guerra y la pesadilla de vivir con un perpetuo sentimiento de inseguridad y miedo. La causa de todos estos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía.

Efectivamente, es así de sencillo: Amar a Dios nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos entonces seguir Sus preceptos sobre la vida, la libertad y la felicidad, con lo que todo se arregla y todos nos sentimos satisfechos en Él.

Por eso dijo Jesús que el primer y mayor mandamiento es amar: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. [...] Y el segundo es semejante —casi igual, casi lo mismo—: amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mateo 22:37-39)

En otra ocasión en que Jesús procuraba ilustrar ese mismo principio, un intérprete de la ley le preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» La Biblia dice que aquel jurista intentaba enredarlo. Quería saber quién era técnica y legalmente su prójimo. Lo que en realidad se proponía era que Jesús le ayudara a discernir a quién debía amar y a quién no. Pero con la parábola del buen samaritano (Se llamaba samaritanos a los pobladores de Samaria, región de la Palestina central que linda con Judea. Como los samaritanos eran mestizos, los judíos ortodoxos los despreciaban y rehuían.) Jesús enseñó que se trata de toda persona que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, el color de su piel, su religión, su nacionalidad o su condición social.

«Un hombre [judío] descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita [asistente del templo], llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.

»Otro día al partir, sacó dos denarios [equivalente a dos días de jornal], y los dio al mesonero, y le dijo: "Cuídamele, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese". ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él [el intérprete de la ley] dijo: "El que usó de misericordia con él". Entonces Jesús le dijo: "Ve, y haz tú lo mismo".» (Lucas 10:30-37)

Si estamos provistos de amor verdadero, no podemos presenciar una situación de apuro sin intervenir. No podemos pasar de largo delante del pobre hombre en el camino de Jericó. Debemos actuar, como hizo el samaritano. Hoy en día hay mucha gente que, cuando ve a un necesitado, reacciona diciendo: «¡Ay, qué lástima, qué pena!» Sin embargo, la compasión hay que traducirla en obras. He aquí la diferencia entre lástima y compasión: la lástima no es más que un sentimiento de pena; la compasión lo impulsa a uno a hacer algo.

Debemos manifestar nuestra fe con obras. Es difícil demostrar amor sin una acción palpable. Afirmar que se ama a alguien y no ayudarlo físicamente en lo que pueda necesitar —proporcionándole comida, ropa, techo, etc.— no es amor. Si bien es cierto que la necesidad de amor verdadero es espiritual, éste debe manifestarse físicamente, por medio de obras. «La fe que obra por el amor.» (Gálatas 5:6) «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17,18).»

Por otra parte, consideramos que la forma más sublime de manifestar amor no consiste exclusivamente en compartir simples pertenencias y bienes materiales. Se basa en entregar la vida en servicio a los demás, como expresión de nuestra fe. Las buenas obras y la entrega de dichas posesiones vienen como consecuencia. El propio Jesús no tenía nada material que dar a Sus discípulos, salvo Su amor y Su vida, que dio por ellos y por nosotros, para que todos pudiéramos disfrutar de vida y amor eternos.

«Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:13).» Profesamos, pues, que lo máximo que podemos dar a los demás es nuestra persona, nuestro amor y nuestra vida. Ese es nuestro ideal.

Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.

Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, sólo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona y que Dios creó exclusivamente para Sí. El espíritu humano —ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo— sólo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Espíritu amoroso que lo creó.

Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un Amante que nunca abandona, el Amante por excelencia, Dios mismo.

Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).»

Para recibir el amor de Dios personificado en Jesús no tienes más que abrir tu corazón y pedirle que entre en ti. Jesús prometió: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20). Con amor y mansedumbre, Él aguarda a la puerta de tu corazón. No la fuerza, no te obliga a aceptarlo; más bien espera a que le pidas que entre. ¿Se lo pedirás?

Una vez que lo hayas hecho, experimentarás toda una transformación. Será como si acabaras de nacer a un mundo del todo nuevo. Te convertirás en un nuevo hijo de Dios, con un nuevo espíritu. Entonces Su Espíritu, que morará en ti, te permitirá hacer lo que resulta humanamente imposible: amar a Dios y a tus semejantes.

Descubrirás la verdadera felicidad, que no se halla buscando de modo egoísta placeres y satisfacciones, sino al encontrar a Dios, comunicar Su vida a los demás y procurar la felicidad ajena. Entonces la felicidad te busca, te toma por asalto y se adueña de ti, sin que la hayas procurado siquiera.

«Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gálatas 6:7).» Si siembras amor, recoges amor. Si siembras amistad, recoges amistad. Obedece, pues, la ley divina del amor, amor desinteresado, amor a Dios y al prójimo. Manifiesta a los demás el amor que les debes, y tú también recibirás amor. «Con la misma vara con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38.).»

Descubre las maravillas que puede hacer el amor. Hallarás todo un nuevo mundo de amor que sólo habías concebido en sueños. En compañía de otra alma solitaria, puedes disfrutar de los milagros que obra el amor. Pruébalo. El amor que manifiestes volverá a ti.

El amor no se te dio para guardarlo. Para que sea amor, a otros hay que darlo.