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Resultados: justificación, adopción y regeneración

Resultados: justificación, adopción y regeneración

Peter Amsterdam

Lo que impulsó a Dios a concebir Su plan de salvación fue el amor que nos tiene, y ese amor se manifestó en la muerte de Su Hijo, Jesús, en propiciación por nuestros pecados. La muerte sacrificial de Jesús trajo aparejado un cambio en nuestra relación con Dios. Jesús pagó el sacrificio supremo por nuestra salvación; dicho sacrificio fue inconmensurable. Nuestra redención se debe al infinito amor de Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Tres consecuencias importantes de la muerte y resurrección de Cristo son la justificación, la adopción y la regeneración. Esas consecuencias producen grandes transformaciones en la vida de quienes se reconcilian con Dios por intermedio de Jesús. La justificación se refiere a nuestro estatus legal ante Dios; la adopción dice de nuestra relación Padre-hijo con Dios; y la regeneración se relaciona con una transformación de nuestra naturaleza espiritual.

Justificación

Por medio de la muerte sacrificial de Jesús en la cruz, Dios perdona nuestros pecados. Se le imputan a Cristo, lo que significa que son Suyos y ya no nuestros. Al mismo tiempo, la justicia de Jesús se adscribe a quienes lo aceptan y reciben Su don de la salvación. De modo que Dios ya no nos considera como pecadores merecedores de castigo, sino como justos a Sus ojos. Nuestra culpabilidad legal queda sobreseída y ya no existe separación entre Dios y nosotros.

El término justificar empleado en el Nuevo Testamento es traducción del griego dikaioo. Una de sus definiciones es la de declarar o pronunciar a alguien justo. Nuestra justificación implica que Dios nos declara justos o nos exime de culpabilidad o condenación. Eso no significa que quienes hayamos recibido Su don de la salvación estamos libres de pecado, pues todos seguimos siendo pecadores. Significa que desde el punto de vista legal Dios nos considera justos. Así como nuestros pecados se le imputaron a Jesús —y por ende se consideran Suyos— Su justicia se nos adscribe a nosotros y Dios la considera nuestra.

Todo esto es obra de Dios, no nuestra. No había nada que pudiéramos hacer o alcanzar para merecer ese perdón y esa justicia. Es un don de Dios. Movido por Su amor concibió una forma de que fuéramos justos a Sus ojos, no merced a nuestras buenas obras o acciones, sino por Su gracia, misericordia y amor. Es un obsequio concedido por amor, gratuito para nosotros, pero costoso para Dios. Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe[1].

Las Escrituras dejan muy claro que no nos salvamos por portarnos bien ni por hacer buenas obras ni por cumplir con la Ley Mosaica, ni ninguna otra cosa que podamos hacer por nuestra cuenta. La salvación, que trae aparejada la justificación, depende únicamente de Dios y Su plan. Lo único que nos corresponde hacer a nosotros es creer que Dios la puso a nuestro alcance por medio de Cristo y aceptarla por fe[2].

Un aspecto bellísimo de la justificación es que los cristianos ya no tenemos por qué sentir ansiedad respecto a nuestra posición o estatus delante de Dios. Aunque no dejamos de pecar, no por eso cambia el hecho de que contemos con la justicia de Cristo. Ya no tenemos por qué abrigar la incertidumbre de si hemos hecho bastante o de si estamos suficientemente cerca de Dios como para merecernos la salvación. Dios lo ha hecho todo y por medio de la muerte y resurrección de Jesús Dios nos considera y siempre nos considerará justos.

Cuando pecamos es preciso que nos arrepintamos y pidamos a Dios que nos perdone; a la vez debemos esforzarnos por adquirir la firmeza necesaria para resistir la tentación. Eso no significa que pecar no vaya a generar consecuencias. La Escritura nos enseña que Dios disciplina a Sus hijos. El pecado puede ocasionar, pues, que Dios tenga que impartirnos disciplina. Aquellos pecados de los que no nos arrepentimos pueden enturbiar nuestra relación con Dios y acarrearnos una pérdida de bendiciones. La Biblia también nos enseña que compareceremos ante el trono de Cristo en la otra vida. No obstante, el pecado no nos lleva a perder la salvación ni la justificación, y «si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).

El amor y sacrificio de Dios manifestado en la muerte de Cristo en la cruz es lo que nos justifica ante Dios. Eliminó la separación que existía entre nosotros y Dios y nos reconcilió con Él. ¡Qué don tan preciado e inestimable le ofrece el Dios del amor a la humanidad!

Adopción

Además del cambio de estatus legal que experimentamos mediante la justificación, por el cual Dios nos considera justos a causa del sacrificio de Cristo, la salvación propicia otro giro importante en nuestra posición ante Dios y nuestro vínculo con Él. Dado que el pecado ya no nos separa de Dios, nuestra relación con Él cambia, pues pasamos a formar parte de Su familia, nos convertimos en Sus hijos. A todos los que le recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios[3].

Ese cambio de relación, el hecho de que pasemos a formar parte de la familia de Dios como hijos Suyos, se denomina adopción. No es que seamos hijos e hijas de Dios en el mismo sentido en que lo es Jesús, que es el Unigénito de Dios, sino que somos adoptados en Su familia. En un sentido, ese cambio es de índole legal, dado que en calidad de hijos de Dios nos hacemos herederos de Él y accedemos a todos los derechos propios de los tales. Más allá de eso, sin embargo, ahora llevamos una relación basada en nuestra condición de miembros de la familia de Dios. Él es nuestro Padre.

Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de Su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo[4].

Si bien en el Antiguo Testamento se consideraba Padre a Dios, se hacía más hincapié en Su santidad, y esa santidad definía mayormente la relación entre Dios y el hombre. A rasgos generales se retrata a Dios como un ser poderoso, santo, puro y apartado. Los hombres, por tanto, deben ser humildes ante Él y venerarlo.

La redención adquirida por medio de Cristo transformó esa relación en algo mucho más personal. Ahora podemos relacionarnos con Dios como un niño se relaciona con su padre, un padre que lo ama. Es una relación mucho más íntima que la que se daba en la época del Antiguo Testamento. Esa cercanía con Dios representado como Padre y el amor que abriga por nosotros se evidencia en alusiones que Jesús hizo sobre Su Padre:

Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?[5] Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?[6]El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que Yo salí de Dios[7].

Nuestra adopción pone de relieve el gran amor de Dios. No tenía por qué invitarnos a formar parte de Su familia. Nos adoptó a pesar de que no estaba obligado a hacerlo. La adopción es un acto de amor de alguien que no tiene obligación de aceptar, cuidar y amar a un niño. Lo hace por decisión propia. Dios no nos adopta por lo estupendos o maravillosos que somos o porque le hacemos favores. Lo hace porque nos ama. Ama a la humanidad. A un gran costo hizo posible que los pecadores, los que estaban alejados de Él, alcanzaran la redención, el perdón, y pasaran a formar parte de Su familia. Así son el amor, la misericordia y la bondad de nuestro Dios, un Dios que es amor.

Siendo hijos y herederos Suyos, contamos con la certeza de nuestra herencia, que es la vida eterna. Las Escrituras afirman que somos herederos de Dios y coherederos con Cristo[8]. La adopción nos trae al seno de la familia de Dios y nos otorga derechos como herederos. Eso significa que las bendiciones de la salvación —tanto en esta vida como en el más allá— son nuestras.

Regeneración

Otra consecuencia de la muerte y resurrección de Jesús en la vida de los creyentes es una transformación espiritual a la que se hace referencia en los siguientes términos: Nacer de nuevo, renacimiento, regeneración, nacer del Espíritu y convertirse en una nueva criatura[9].

Todos esos conceptos se refieren comúnmente a un cambio espiritual que se produce en el corazón de quien es redimido por Cristo. Mientras que la justificación trae aparejado un cambio en nuestro status legal ante Dios, la regeneración o renacimiento genera una transformación de nuestra naturaleza espiritual. El Espíritu Santo transforma la naturaleza pecaminosa de una persona de tal manera que la renueva y provoca un cambio espiritual en ella. Ese renacimiento es un nuevo comenzar, una nueva base sobre la cual el converso empieza a edificar su vida espiritual, y de ahí en adelante puede crecer en ella.

Nacer de nuevo, o nacer del Espíritu, es un elemento central de la salvación. Jesús le dijo a Nicodemo que sin ello no se puede ver el reino de Dios ni entrar en él.

Le respondió Jesús: «De cierto, de cierto te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios». Nicodemo le preguntó: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «De cierto, de cierto te digo que el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: "Os es necesario nacer de nuevo". El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu»[10].

Ese renacimiento es consecuencia de creer en el sacrificio expiatorio de Cristo por nosotros y aceptarlo. Cuando alguien cree en la economía (plan) de salvación de Dios y la acepta, cuando reconoce en Jesús al Salvador, nace de nuevo. Independientemente de que la persona perciba el cambio con los sentidos, ese cambio se produce. Ha nacido de Dios, porque ha creído en Él.

Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo es nacido de Dios[11]. A cuantos lo recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios[12].

Convertirse en nueva criatura no significa que la naturaleza original, creada, del individuo ya no existe y es sustituida; implica más bien que su naturaleza pecaminosa cambia o se recrea[13]. Se trata de una renovación moral o espiritual de la naturaleza redimida del individuo; un nuevo yo en semejanza con Dios.

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación[14]. En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está corrompido por los deseos engañosos, renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad[15].

Se considera también que el renacimiento espiritual de un cristiano equivale a renacer de la muerte espiritual por medio de la fe en Cristo resucitado.

Dios, que es rico en misericordia, por Su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos). Juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús[16]. A vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con Él, perdonándoos todos los pecados. Él anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en medio clavándola en la cruz[17].

La Biblia generalmente alude a que la regeneración es obra del Espíritu Santo, pues Jesús habló de nacer del Espíritu. El apóstol Pablo también hizo referencia a que dicha transformación era obra del Espíritu Santo.

Cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y Su amor para con la humanidad, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por Su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo, nuestro Salvador…[18]

El designio amoroso de Dios plasmado por medio de la salvación nos justifica de tal manera que nos considera justos. Llegamos a ser hijos Suyos por adopción. Somos integrantes de Su familia y ya no estamos separados de Él. Somos herederos de la salvación eterna y beneficiarios de las demás promesas divinas. Además nos convertimos en nuevas criaturas, pues nacemos de nuevo. Esos preciados dones son el fruto del altísimo precio del amor de Dios manifestado en que Jesús entregó la vida por nosotros. Hemos sido reconciliados con Dios y nada cambiará eso.

Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro[19].

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Notas al pie

[1] Efesios 2:8–9.

[2] Romanos 10:9–10; Gálatas 2:16.

[3] Juan 1:12

[4] Gálatas 4:4–7.

[5] Mateo 6:26.

[6] Mateo 7:11.

[7] Juan 16:27.

[8] Romanos 8:17.

[9] Juan 3:3–8; Tito 3:5 NVI; Juan 3:6–8; 2 Corintios 5:17.

[10] Juan 3:3–8.

[11] 1 Juan 5:1.

[12] Juan 1:12–13 NVI

[13] James Leo Garrett, Jr., Systematic Theology, Biblical, Historical, and Evangelical, Vol. 2 (N. Richland Hills: BIBAL Press, 2000), 309.

[14] 2 Corintios 5:17–18.

[15] Efesios 4:22–24.

[16] Efesios 2:4–6.

[17] Colosenses 2:13–14.

[18] Tito 3:4–6.

[19] Romanos 8:38–39.