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Dios nos acompaña

Una recopilación

Es la noche del día de Navidad.

El reloj dio las doce, es medianoche y yo debería estar dormido, pero estoy despierto. Una idea fascinante hizo que me quedara despierto. Esta semana el mundo fue diferente. Temporalmente se transformó.

El polvo mágico de la Navidad brilló en las mejillas de los seres humanos, aunque muy brevemente, y nos recordó lo que vale la pena tener y lo que deberíamos ser. Olvidamos nuestra obsesión de ganar, de conquistar, de combatir. Guardamos nuestras escaleras y libros de contabilidad, colgamos nuestros cronómetros y armas. Nos bajamos de nuestras pistas de carreras y montañas rusas y miramos hacia afuera, hacia la estrella de Belén.

Es la temporada de estar alegres porque, más que en ningún otro momento, pensamos en Él. Más que en ninguna otra temporada, Su nombre está en nuestros labios.

¿Y el resultado? Por unas cuantas horas valiosas  nuestros anhelos celestiales se entrelazan y nos convertimos en un coro formado por un grupo variopinto de estibadores, abogados de Boston, inmigrantes ilegales, amas de casa y otras mil personas peculiares que cuentan con que el misterio de Belén sea en realidad, una realidad. Cantamos: «Venid y adoremos a Cristo el Señor», animando hasta al pastor más soñoliento, señalándole hacia el lugar donde se encuentra el niño Jesús.

Por varias horas de gran valor, Cristo el Señor es contemplado. Los que pasan el año sin verlo, de repente lo ven. Las personas que están acostumbradas a tomar el nombre de Dios en vano, hacen una pausa y alaban Su nombre. Cuando se quitan la venda de los ojos, la venda del yo, se maravillan de Su grandeza. De pronto, Él está en todas partes.

En la sonrisa del policía que conduce su furgón policial cargado de regalos para un orfanato.

En el brillo en los ojos del mesero taiwanés que cuenta que hará un viaje en Navidad para ver a sus hijos.

En la emoción del padre que está demasiado agradecido para terminar la oración en la mesa antes de cenar.

Él está en las lágrimas de la madre cuando da la bienvenida a su hijo que viene desde otro país.

Él está en el corazón del hombre que pasó la mañana de Navidad en los barrios bajos, donde regaló  sándwiches fríos de salchicha ahumada y repartió buenos deseos.

Y Él está en el silencio solemne de la multitud de compradores en el centro comercial, mientras un coro de niños de colegio canta: «Allá en el pesebre».

Emanuel. Él está con nosotros. Dios se acercó.

Es la noche del día de Navidad. En unas cuantas horas empezará la limpieza: se quitarán las luces, se desecharán los árboles. La talla 36 se cambiará por la talla 40, el ponche de huevo se venderá a mitad de precio. Pronto se reanudará  la vida normal. La generosidad de diciembre se convertirá en los pagos de enero y la magia empezará a desvanecerse.

Sin embargo, por el momento, la magia todavía está en el ambiente. Tal vez por eso sigo despierto. Quiero disfrutar un poco más el espíritu navideño. Quiero orar para que los que hoy vieron a Jesús lo busquen en agosto. Y no consigo dejar de pensar en esta idea fantasiosa: si Él puede hacer tanto con oraciones tímidas —sin demasiada convicción—, que se hacen en diciembre, ¿cuánto más podría hacer si pensáramos en Él a diario?  Max Lucado[1]

El gran regalo de la pequeñez

Esquivé un montón de animalitos de peluche y pasé por encima de un grupo desordenado de muñecas Barbie mientras seguía el sonido de sollozos apagados.

Al pasar por la litera, me di con el dedo de un pie contra la casita de muñecas de madera, antes de llegar a la esquina del tocador al que le faltaba un tirador de color rosa. Allí encontré a mi hija escondida en un estrecho hueco entre el armario y la pared.

Habíamos tenido un mal día. Uno de esos días con pataletas, de arrojar palabras, de frustraciones. Cambiamos abrazos por conflictos, canciones tontas por suspiros, paz por la lucha por el poder. Y, seré franca, mi lado egoísta quería dejar en aquel rincón a mi hija contrariada, mientras me quedaba sentada en el sofá, tomándome un café en silencio.

Sin embargo, por cuatro años había sido la madre de esa niña vehemente, y eso me había enseñado que la humildad va más lejos que la dureza, y la gracia siempre tiene un lugar en nuestros peores momentos. Así pues, me agaché y entré a gatas en aquel hueco, junto a mi hija con el ceño fruncido.

—¿Te acompaño? —susurré.

Me miró con seriedad y asintió con la cabeza. Con sus dedos delicados tomó mi mano, y lentamente los entrelazó con los míos. Luego apoyó su cabeza en mi hombro y soltó un suspiro entrecortado. Nos quedamos juntas allí, apretadas y en un silencio fatigoso detrás de esa cómoda destartalada.

Eso ocurrió hace años. Ni niñita ya no pasa tiempo detrás del tocador. Es más probable verla arriba de las barras de ejercicio que están en el patio de recreo del colegio de enseñanza básica. Sin embargo, hace poco trajo a casa un dibujo que me hizo recordar aquellos días en que nos acurrucamos en nuestro rincón.

En la parte superior de la página con letras cuadradas estaban escritas estas palabras: «Sé que mi mamá me quiere porque…»

Y abajo de las palabras había un dibujo hecho con lápices de cera. Eran dos pequeñas figuras hechas con líneas, sentadas detrás de una caja grande y blanca decorada con bonitos tiradores de color rosa, y la respuesta de mi hija —que está en segundo grado— escrita con letras mal trazadas, propias de su edad.

«Sé que mi mamá me quiere porque… se hace pequeña cuando la necesito mucho».

—¡Mira, mamá! —dijo emocionada mi pequeña artista, mientras señalaba el dibujo con aquellas palabras casuales—. Somos tú y yo en mi lugar secreto, donde me escondía… ¿Recuerdas que me encontrabas allí cuando lloraba?

Asentí con la cabeza. Sentí que me ardían los ojos y no quería llorar, pero me costaba detener las lágrimas. Exclamé varias veces mi admiración por esa obra maestra preciosa. Luego fui a la cocina para colocar el sencillo dibujo en el refrigerador, sujetándolo con un imán, porque esta mamá con toda el alma necesita recordar lo que su hija ya sabe:

El amor verdadero se agacha para decir: tú eres importante.

El amor verdadero se pone de rodillas para decir con humildad: me importa.

El amor verdadero se rebaja por voluntad propia para decir: aquí estoy.

El amor verdadero está dispuesto a volverse pequeño para ofrecer el regalo MÁS GRANDE de todos: el poder de la presencia.

Tal vez por esa razón pensé en los rincones llenos de cosas y en los dibujos con lápices de cera cuando desempaqué nuestro sencillo nacimiento y puse al niño Jesús envuelto delicadamente en el pesebre de porcelana pintada.

En medio de esta temporada repleta de fanfarria y pompa está un humilde Salvador que se hizo pequeño para nosotros cuando más necesitábamos de Él.

Al reflexionar en ello, es una locura. Hace mucho tiempo, el amor más grande de todos se hizo pequeño en esa primera Navidad. El Rey del Cielo se rebajó y descendió a la Tierra a fin de que conociéramos el regalo de Su presencia, la maravilla de estar con Él, el consuelo de Su compañía.

Según la niña de 7 años que alguna vez se escondió detrás de una cómoda destartalada y las palabras imperecederas del versículo de hoy, 1 Juan 4:10 (NTV), por eso sabemos que somos amados, de verdad y en gran medida: «En esto consiste el amor verdadero: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó…»  Alicia Bruxvoort[2]

Emanuel

En Navidad se celebra uno de los sucesos más importantes de la historia de la humanidad: el momento en que Dios entró físicamente en nuestro mundo en la persona de Su Hijo, Jesús. Al narrar la llegada de Dios al mundo, el evangelio de Mateo dice que los sucesos que condujeron al nacimiento de Jesús fueron «para que se cumpliera el mensaje del Señor a través de Su profeta: “¡Miren! ¡La virgen concebirá un niño! Dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel, que significa ‘Dios está con nosotros’”»[3].

Jesús, «Dios con nosotros», nos reveló hasta qué extremos es capaz de llegar Dios a fin de reconciliar consigo a la humanidad: Dios ordenó que Él mismo —en la persona de Dios Hijo— sufriera el castigo de los pecados de la humanidad, de modo que pudiéramos vivir con Él eternamente.

La Navidad es la celebración del «Dios con nosotros», del nacimiento del Hijo de Dios encarnado, que vivió y murió a fin de hacer posible que estableciéramos una relación con Dios y que el Espíritu de Dios habitara en nuestro interior. ¡Qué buena razón para celebrar con alegría!

En Navidad y cada día del año, todos nosotros en quienes habita el Espíritu de Dios somos en cierto sentido una extensión del «Dios con nosotros» en nuestra comunidad: para nuestros amigos y vecinos, nuestros colaboradores, los que nos atienden en los locales comerciales y restaurantes, y los desconocidos a quienes el Señor pone en nuestro camino. El amor que expresamos al relacionarnos con el prójimo, nuestras palabras, nuestras acciones, la amabilidad y generosidad que manifestamos, la ayuda que ofrecemos, reflejan que el Espíritu Santo habita en nuestro interior. Cuando otras personas perciben en nosotros algo singular y poco común y les explicamos que Dios está con nosotros y puede estar también con ellas, contribuimos a que se cumpla el propósito fundamental de la Navidad.

Esta época del año es excelente para difundir el evangelio, para dar a conocer que «de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna»[4]. Todos tenemos la misión de esforzarnos al máximo por comunicar a los que necesitan a Dios la noticia de que Él está con nosotros.  Peter Amsterdam

Publicado en Áncora en diciembre de 2017.


Notas al pie

[1] It Began in a Manger.

[2] The Big Gift of Smallness.

[3] Mateo 1:22-23 (NBLH).

[4] Juan 3:16 (NBLH).