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De sembradores y segadores

De sembradores y segadores

María Fontaine

«Así que no cuenta ni el que siembra ni el que riega, sino solo Dios, quien es el que hace crecer. El que siembra y el que riega están al mismo nivel, aunque cada uno será recompensado según su propio trabajo.»   1 Corintios 3:7–8[1]

El Señor nos ha llamado a ser testigos fieles, a tiempo y fuera de tiempo, tanto si las personas reciben el evangelio como si no lo hacen. De modo que no se desanimen cuando la gente rechace su testimonio o no parezca recibirlo o responder a él. Debemos tener en cuenta que algunos de los grandes misioneros como Hudson Taylor, Adoniram Judson y muchos otros laboraron arduamente antes de guiar a su primera alma al Señor. Se trasladaron a tierras paganas en las que llevar al pueblo a conocer a Jesús era considerado anatema (algo totalmente abominable o maldito). Es decir, lo veían como una intromisión. Consideraban a Jesús como un Dios extranjero introducido para provocar el mal y no el bien, para trastocar las costumbres y desarraigar sus usos tradicionales. Les hicieron la vida imposible a los misioneros.

Esos valerosos misioneros pasaron por toda suerte de penalidades, persecución y enfermedades, y aun soportaron la muerte de sus familiares y seres queridos. Se llevaron grandes desilusiones: personas que pensaban que habían guiado al Señor se volvieron contra ellos y los traicionaron. La gente les escupía en la cara y los rechazaba año tras año. Hubo algunos que no guiaron a una sola persona a Jesús por espacio de años. Así que cuando se desalienten porque su testificación no está dando los resultados que esperaban, recuerden a esos sufridos hombres y mujeres de Dios que trabajaron durante años y años sin hacer ningún progreso en lo que respecta a ganar una sola alma para el Señor.

Aunque no vean el efecto enseguida, de alguna manera sí están logrando algo. Dios ha prometido que Su Palabra no volverá a Él vacía; cumplirá el propósito para el que fue enviada[2]. Algunos de los resultados no los veremos hasta que lleguemos al cielo. No siempre conocemos el fruto de la simiente que sembramos en el corazón de un ser humano. Ignoramos de qué manera o en qué momento echará raíz. Es posible que la persona a la que hayas testificado con el tiempo encuentre al Señor. Cabe también la posibilidad de que el testimonio que le diste haya obrado en su corazón de tal manera que se muestre más abierta y receptiva cuando otro cristiano le testifique.

No siempre podemos contar con ser sembradores y además segadores. El Señor dijo que unos plantan y otros riegan, pero es Dios el que da el crecimiento[3]. A veces entramos en las labores de otros hombres y las aprovechamos, y otras veces son ellos los que aprovechan las nuestras. En ocasiones nosotros testificamos a personas que han estado mucho tiempo en preparación, gente que quizá lleva toda una vida pasando ciertas experiencias, de las cuales el Señor se ha valido para llevarlas hasta el punto en que están dispuestas a rendirle su vida a Él. De repente, en ese punto aparecemos nosotros e invitamos a esas personas a recibir a Jesús, lo cual aceptan. El Señor simplemente nos trae en ese preciso momento de su vida, luego que han pasado por un largo período preparatorio, y no hacemos otra cosa que entrar en lo que otros habían sembrado y regado.

A veces entramos en escena en otro punto del proceso que se ha ido desenvolviendo. Es posible que intervengamos al principio, en calidad de sembradores que plantan la semilla inicial. O ¿quién sabe? A lo mejor intervenimos en algún punto intermedio del proceso para regar la semilla que otro ya sembró en el corazón de esa persona. Respondemos a otra de sus preguntas y le reflejamos un poquito más del amor de Jesús, el cual seguirá obrando en su corazón aunque la persona no revele el profundo sentido que tuvo para ella. Hasta puede suceder que no la volvamos a ver nunca más, y que la Palabra y el amor que le comunicamos actúen en su corazón, y el Señor se sirva de ellos para hacer avanzar a esa persona un paso más con miras a que finalmente le llegue a conocer a Él. La salvación que tendrá lugar a la postre en esa persona será en parte resultado de lo fieles que hallamos sido en demostrarle el amor del Señor y transmitirle Su mensaje.

La salvación de una persona a menudo es consecuencia de las múltiples formas en que el Señor ha obrado en su vida. Quizá antes de nosotros haya habido toda una serie de personas que han tratado de hacer llegar el mensaje a ese individuo. El papel que hemos desempeñado en la salvación de esa persona es pequeño. A él habría que añadir el de los demás cristianos que también contribuyeron a prepararla dándole un ejemplo del amor e interés de Dios, enseñándole la Palabra de manera personal, entregándole un folleto o un afiche, o predicando en un programa evangélico de televisión que ella tuvo ocasión de ver. Pueden darse otros casos en que ningún otro cristiano haya testificado a la persona, sino que el Señor de diversas maneras la haya estado conduciendo a buscar la verdad. Claro que uno siente gran satisfacción cuando sabe que alguien ha entregado su vida a Cristo, pero nuestra tarea es testificar, ya sea que estén preparados para recibir al Señor o aun si nunca lo llegan a estar.

Naturalmente que nos produce más dicha cuando una persona se salva. Es motivo de gran alegría saber que está ya segura en el reino de Dios. Pero ya sea que la persona decida recibir a Jesús y convertirse en un hijo de Dios, o no lo haga, nuestra tarea es ser testigos de todas las formas que Él nos indique, y compartir Su amor y reflejar Su luz en el mundo que nos rodea.

Quien obra en el corazón de la gente es el Espíritu. A nosotros nos corresponde ser fieles en hacer lo que podamos por ganarla para el Señor. Hacemos nuestra parte al testificar y ser un ejemplo vivo de nuestra fe, y el Espíritu Santo hará lo demás. No importa si eres un gran orador o predicador; lo único que importa es que hagas lo que te corresponde para compartir las buenas nuevas y ser un ejemplo vivo de tu fe. Si hacemos nuestra parte fielmente, podemos tener la seguridad de que a fin de cuentas es el Espíritu Santo el que se ocupa de conquistar las almas para el Señor.

Para más escritos de María Fontaine, visita Rincón de los directores.


Notas al pie

[1] NVI.

[2] Isaías 55:11.

[3] V. 1 Corintios 3:6.